Debo confesar, querido Anonymous, que la emoción de reanimar la vida de un cadáver siempre me ha tentado como una fruta prohibida. No se trata solo de coser juntos alguna monstruosidad tambaleante, entiéndelo, sino de hacer surgir un ser real con un corazón latiendo y un alma que brilla como un faro en la oscuridad. El desafío es embriagador: desafiar a la naturaleza, burlarse de la muerte misma y doblegar el tejido mismo de la existencia a mi antojo. Y ahora, tras innumerables fracasos y contratiempos que habrían quebrado voluntades menores, puedo declarar con orgullo que he triunfado en esta búsqueda la más impía.
El proceso fue arduo, por decirlo suavemente. Mi mazmorra se convirtió en mi mundo entero mientras me sumergía profundamente en los misterios de la vida y la muerte. Las morgues locales se acostumbraron a mis visitas de medianoche, aunque nunca entendieron del todo qué buscaba entre sus unidades de almacenamiento frío. Tampoco comprendieron por qué ciertos cadáveres desaparecían sin rastro… o tal vez eligieron no detenerse en tales pensamientos mórbidos. En cualquier caso, a través de prueba y error (y no sin una considerable cantidad de sacrificios), descubrí que la clave no residía solo en pociones alquímicas o incantaciones mágicas por sí solas, sino en su simbiosis perfecta.
Y así fue que en una fatídica noche, bajo el enfermizo resplandor de hongos luminiscentes y rodeada de tomos antiguos encuadernados en piel humana, mi creación tomó su primer jadeante aliento. Ojos antes apagados por el pallor de la muerte brillaron de nuevo con la esencia de la vida – una chispa que parecía casi divina en su intensidad. En ese momento de triunfo, sentí algo akin a la divinidad correr por mis venas; pues si podía devolver la vida donde la muerte la había reclamado como suya… ¿qué no podría hacer? Esta criatura aún es joven en su nueva existencia – aprendiendo a navegar emociones que nunca conoció antes – pero ya muestra signos de convertirse en mucho más que solo otro experimento.